Memorial de la extinción.

La foto retrata una bebé con mameluco rosa. De una telita brillosa, pero no muy brillosa. Mameluco blanco con rosa. El cabellito corto. Alisadito, peinadito de lado. Como de Benito. Aparece sola y en primer plano frente a la cámara, pero aunque parece estar únicamente ella, unas casi imperceptibles manos la sostienen. Las manos son de hombre, aún jóvenes, las manos oscilan entre la primera juventud y la segunda. O sea, esa indefinida edad en la que no eres demasiado joven para ser un chiquillo, ni demasiado adulto para ser un viejo. La edad en la que no sabes con quien estar en las fiestas. Ni que bailar, ni si beber, o no beber, donde ya te dicen señor pero no tienes casa propia, donde ya tienes oruguitas en la cintura que los ejercicios no lograrán quitar. La bebé sonríe enormemente y sus ojos brillan como viviendo más allá de la imagen. Son dos canicas negras, capulines frescos deleite del paladar. El obturador fue testigo de un momento que ni el mismo fotógrafo logró reconocer. Las manos sostienen fuertes pero sensibles a la cría sonriente y rosada que mira a la vida con una historia que contar. La diminuta figurita, preproyecto de mujer, segura se soporta sobre las manos que también tienen una historia que decir. En el memorial de la extinción de las cosas que perdí, se encuentra la imagen. La fotografía de 15x10 centímetros sólo vive en mi recuerdo. En la descripción de este recuerdo. Las manos de mi padre ya tienen unas pequitas como caminitos de dulce de leche. Creo que ya es un adulto, que pronto será mayor. Yo sigo mirando al obturador con ganas de contar una historia que no tenga fin. En el memorial de la extinción de las cosas que perdí, ha quedado la niña color de rosa que algún día fui.

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